domingo, 14 de octubre de 2012

Caín y Abel






"Cuando la hipocresía comienza a ser de muy mala calidad,
 es hora de comenzar a decir la verdad."
Bertolt Brecht



Te abrazabas a mí, en todas las tormentas. Con los ojos cerrados contábamos el tiempo distante entre el relámpago y el trueno para sospechar la cercanía del rayo. Aterrados, los sentíamos rozar los vastos campos    que rodeaban al barrio. La tormenta era un estigma infantil que se concretaba en un papá borracho hasta la médula gritándote todo el día que eras un inútil, un inservible, un bueno para nada. Traté de protegerte, como de todas las tormentas. Pero no pude, no alcancé a rescatarte de la hipnosis, de esta ceguera que te resultó convincente. Para la cual construiste una vida que le quedara justita. Llena de justificaciones improvisadas y la total ausencia de sorpresa de que el inútil haga las cosas mal, se borré por cobarde, o genuflexo. Lo mismo da, es el idiota del que nada debía esperarse. Sus buenas intenciones siempre fueron a derramar el vino sobre el mantel nuevo.
Y claro que te convenció.
Era tan difícil que no fuera así. Que abrieras los ojos para ver que una sola persona te había dado su mano incondicionalmente. Defendiéndote con sus puñitos torpes pero certeros. Empujándote a crecer, aunque le doliera verte con alas temblorosas remontar un vuelo indeciso. Orgullosa de tus logros magnificados en sus ojos miopes, felices. No podías creer que alguien te quisiera tanto.
Qué podrías devolverle ahora que ya no te llora, ni te extraña, ni nos pone a elegir la mejor ofrenda ante sus ojos. Con que mano podrías secar sus lágrimas desahuciadas, su gesto triste que comenzaba a resignarse. De alguna forma supo que iba a morirse sin volver a verte. Que Caín iba a cambiarle los pañales, a cuidar de entibiar el té, a tomarle la temperatura y a limpiar su vómito.
De que podría servirme, Abel, continuar con la tragedia y matarte. Tal vez ya estés muerto y te estés distrayendo con chiches nuevos hasta que un día el hedor te provoque náuseas que no te explicaras, que te llevarán a un médico y a otro, a otra juguetería, al fondo de los vasos y los ceniceros preguntándote que huele tan mal. Incapaz pero solo de ver que es tu alma podrida. Podrida, ciega, sorda, muerta.
Pobrecito, Abel.
Se te acabaron las caricias.
Pobrecito, Abel.
Me obligaste con tu abandono a ganarme el cielo.
Y ahora es mío.

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